jueves, 8 de octubre de 2020

El bar

Todavía creía que era temprano cuando, sin quererlo, miré de reojo el reloj. Las agujas marcaban las dos y media de la mañana, aunque bien podrían haber sido las diez de la noche. El bar estaba tranquilo, con algunas personas distantes metidas en sus asuntos, ajenas entre sí. La luz, tenue, daba un aspecto confortable. La suave pieza de jazz le añadía una cuota de melancolía al ambiente, mientras que fuera la lluvia caía. El murmullo de las conversaciones en voz baja terminaban de decorar el paisaje auditivo del bar de la esquina Roca, y yo me acomodaba en mi asiento, con mi bebida en la mano, dispuesto a disfrutar de él. Llevaba ahí unas tres horas, tal vez, y había ido solo, como siempre. O casi siempre.

Fuera, la ciudad se encontraba en silencio. La luces de la calle se refractaban en el agua de lluvia, generando un efecto hipnótico. Le di un trago a mi bebida, y me dispuse a observar. El piano y el saxo bailaban en una melodía que invitaba al recuerdo. O tal vez, a relajarse y sentir el momento. Creo que eso depende de cada uno, ¿no? En mi caso, no quería recordar. Así que me dispuse a observar. Ya eran las tres de la mañana, y éramos menos personas en el bar. Cada tanto, algún auto pasaba por la calle, salpicando la vereda. Una pareja hablaba con sus miradas, sentadas en los sillones del fondo. Más cerca mío, un anciano con lentes oscuros leía un libro cuya tapa no alcanzaba a ver; creo que era un libro de Cortázar, pero no lo puedo asegurar. A su izquierda, frente a la ventana, una mujer de unos cincuenta años, vestida con ropa elegante, fumaba con la mirada perdida, mirando ocasionalmente la lluvia antes de volver a sumergirse en sus pensamientos. No había nadie más en el bar, excepto el cantinero, un hombre grande y pelado que se dedicaba a lavar y secar los vasos, y la banda que tocaba sin detenerse, ubicada sobre un escenario pequeño. Los músicos no hablaban entre sí, sino que cada uno se encontraba absorto, tocando sus instrumentos. No había palabras que mediaran, que comunicaran cuál sería la siguiente pieza musical. Simplemente el pianista comenzaba a tocar, y los otros lo seguían. Pasé parte de mi velada contemplando esa silenciosa coordinación. El pianista, un hombre de tez morena, sonreía mientras su cuerpo se balanceaba, como si interpretara la música que sonaba. Los demás, simplemente, tocaban la canción, sin mirar a nadie más, como si ni siquiera se percataran de que tocaban con otros. Pero la música resultante era simbiótica, como si al sacarle aunque fuera uno de los instrumentos, todo el equilibrio pudiera desaparecer.

Me di cuenta de que me había perdido en lo embriagador del bar nuevamente cuando vi el reloj. Eran las tres y cuarenta de la mañana. Mi bebida continuaba entre mis manos, tan llena como cuando la pedí. La miraba fijamente, inquieto por la manera en la que el pasado volvía a mi mente una y otra vez. Observé a mi alrededor, buscando escapar de esas ideas. La luz seguía siendo tenue, y los músicos tocaban, tan absortos como hacía horas. Al fondo, la pareja se miraba. La mujer continuaba fumando, con la mirada perdida, y el viejo leía el libro, aunque parecía que no había avanzado demasiado. El cantinero lavaba los vasos, concentrado en su tarea. Parecía que el tiempo se había congelado en el bar. La oscuridad de la ciudad, fría por la lluvia, hacía que el lugar pareciera un remanso aislado del mundo. La calidez se fundía con las notas del piano y las seductoras sugerencias del saxo. El tiempo pasaba, lo sabía por el reloj, pero bien podría haber pasado toda mi vida allí, solo y pensando, acompañado por ese grupo de personajes de quienes nada sabía, pero con quienes compartía, sin quererlo, un espacio de mi vida. Por un momento, me pregunté quiénes eran, qué los había llevado ahí. 

Las incógnitas escarbaron mi mente, cuando la imagen de ella volvió. El solo recordarla fue como una puñalada en el corazón. Apreté mi bebida con fuerza. ¿Cuánto más podría recordarla? Tal vez para siempre. Tal vez su sombra nunca se iría. Los silencios, las miradas. El momento en que, cobardemente, decidí partir. No, no podía vivir sin superar mis propias decisiones. Mis decisiones. El considerar que yo mismo había sido el causante del dolor era insoportable. Los días que habían pasado desde ese momento me habían encontrado solitario y errante. Fue entonces cuando comencé a venir al bar. Cada noche, pasaba mi tiempo aquí, observando por la ventana. Era aquí donde, por un tiempo, me encontraba conmigo mismo, donde conseguía evadirme. Donde compartía mi tiempo con estas personas que, como yo, parecían no querer escapar de la intemporalidad del ambiente. Sostuve con fuerza mi vaso, y por un tiempo que parecieron cien años, me mantuve inquieto, observándolo, perdiéndome en el líquido incoloro que reposaba inmóvil. ¿Sería capaz de huir de ese pensamiento? ¿Podría escapar de la culpa, del dolor?

¿O existía acaso una posibilidad de volver?

Eran las seis de la mañana cuando tomé el trago. La banda continuaba tocando, y las personas a mi alrededor continuaban tal y como hacía horas, inmersos en sus mundos internos. Tomé mi abrigo, y sin mirar atrás dejé el bar, única luz en una ciudad oscura y lluviosa, decidido a encontrarla. Y nunca más regresé a él.




Música recomendada para leer el cuento:

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