La percepción de que el momento de su muerte estaba cerca hizo que el hombre, sentado en el interior de su auto, rodeado por una espesa lluvia de verano, se aferrara al volante con la misma fuerza que se aferraba a la vida. No estaba herido todavía, pero sabía que lo que fuera que pasara, estaba próximo a ocurrir. Lo había visto. Toda su vida lo había temido. Y ahora, perdido en una ruta del interior, sin más que su propia respiración perdiéndose en el ruido de las pesadas gotas que impactaban contra la ventana del auto, era consciente de la misma inevitabilidad de los acontecimiento. Se preguntaba cómo, cómo había sido capaz de permitir que ocurriera, cómo no pudo evitarlo. Pero ya era tarde para preguntas. El cuero del asiento lo absorbía, como si supiera que era la última vez que su dueño se iba a sentar sobre él. Su corazón latía como si quisiera escapar de su cuerpo y no ser testigo de una muerte prematura. El aire espeso de la mañana se condensaba con cada exhalación cargada del único sentimiento que el ser humano no puede evitar sentir en algún momento de su triste y solitaria existencia: miedo. Miedo a la muerte, miedo a mirar a los ojos a su asesino y sentir como cada intento por permanecer vivo era una esfuerzo inútil por prolongar una vida que acababa de ser condenada al olvido, a volver a ser parte del polvo de la tierra. No, no podía ser, se decía. Se lo repetía a sí mismo con tanta vehemencia que parecía que sus pensamientos ya no tenían forma ni surgían de él, sino que parecían voces de almas perdidas que le advertían de la urgencia del momento. Voces que sabían lo mismo que él, que su hora había llegado.
El miedo ahora cedía al terror, y el hombre vislumbró, a lo lejos, la sombra maldita que había visto tantas veces en sueños. Esa sombra con forma humana que nunca se dejaba ver, pero que siempre estaba ahí. Que siempre estaba presente, en sus paisajes oníricos de la infancia, en los momentos de paz que la mente crea cuando el cuerpo descansa por las noches. Lo acompañó toda su vida, como una amenaza latente de un momento futuro que algún día iba a ser presente. Y ahora se acercaba, casi invisible entre la lluvia, escurridiza como el agua que corría entre las ruedas del auto. Pero estaba ahí. Cercana, silenciosa. Era la sombra, el miedo que se oculta en la mente de todos los seres humanos. Y al verla de cerca, el hombre gritó. Era un grito de rabia, de pánico y de impotencia. La sombra, hija de todos los males, ahora estaba frente a él, erguida e inmóvil. Los segundos parecían eternos, y el hombre trató de huir. Pero su cuerpo ya no le respondía. Supo entonces que este era el momento. Y gritó, gritó como nunca había pensado que podría hacerlo, e incluso más, mientras sentía como la sombra lo envolvía, quitando la vida de su cuerpo.
El grito hizo eco en la habitación, y el hombre despertó. Se aferraba a las sábanas, transpirado y aturdido. Sentía aún el frío mortal cuando fue consciente de que no estaba en un auto, sólo y perdido. Estaba en su cuarto, sentado en su cama, protegido de la lluvia que golpeaba con fuerza sus ventanas en esa noche. El alivio fue instantáneo, y su cuerpo se relajó. Todo estaba bien, se repitió varias veces. Se recostó, envuelto en sus sábanas, y apoyó su cabeza sobre la almohada. Sus ojos, seducidos nuevamente por el sueño, se cerraron unos minutos después. Y el hombre descansó, inmerso en sueños que nunca recordaría. Por esa noche no supo más nada, ni sitió la mirada que, desde las sombras, no dejaría de vigilarlo toda su vida.
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