viernes, 2 de octubre de 2020

Vida de una gota de lluvia

El nacimiento de la gota, pequeña e imperceptible, fue precedida por un trueno que sacudió el monte.

La gota nada sabía de su existencia previa, antes de condensarse y tomar forma, pero eso poco importaba. Ella no tenía control de su nacimiento, ni de su muerte. Tampoco podría decidir el trayecto de su caída, ni qué le ocurriría una vez hubiera impactado en el algún lugar del monte chaqueño. Una gota no tiene voz en su existencia: nadie le pregunta qué quiere hacer, es sólo una pequeña parte en un fenómeno más grande. Apenas existe por unos segundos, y no destaca entre sus miles de hermanas. Pero es única, irrepetible en espacio y el tiempo. Y esta gota, pequeña como era, adquirió peso y se desprendió de la nube que había sido su cuna, su casa y todo lo que había conocido. 

Y cayó.

La caída fue rápida, si lo vemos con ojos humanos, pero para una gota la caída lo es todo. Es un día, una semana y cien años. Es la juventud y la vejez, la realización y consumación. La caída, para esta gota, duró mucho tiempo. Cada centímetro avanzado en dirección a la tierra abría nuevos panoramas en su visión del mundo. Formas que nunca había visto ni volvería a ver se formaron ante ella, formas vivas e inertes, que conforman todo cuanto es natural del mundo. La gota, impulsada por fuerzas que no podía controlar, observó todo cuanto pudo. Este era su momento, su eternidad. 

Antes de lo que hubiera querido, la tierra se fue haciendo cada vez más cercana, como si reclamara algo que por derecho le perteneciera. La gota cayó con fuerza, dejada a la inevitabilidad de lo que iba a ocurrir. Pero una rama se interpuso entre ella y su destino. La sorpresa la embargó: no era algo que esperara. Apenas tardó unos segundos en comprender que todavía existía. Sus hermanas caían a su alrededor, directamente al suelo. Pero ella no: continuaba en las ramas, deslizándose, sintiendo la rugosidad de la madera y la suavidad de las hojas. Estaba viva, podía existir, al menos un tiempo más. Se le había dado una posibilidad que muchas de sus hermanas no tenían, y la gota lo aprovechó. Avanzó con lentitud, sin control de su movimiento, pero con una expectativa que avanzaba a cada segundo. Y así llego al borde de la rama, colgando de la hoja más lejana. Vio el mundo, sus abundantes bosques, y al cielo despejándose tras el monte, los rayos de sol recortados entre los árboles. El instante fue todo para la gota. Y eso le bastó. 

La gota se desprendió del árbol. Lo último que sintió fue que se mezclaba con sus hermanas en un charco, antes de que la tierra la absorbiera.



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