Un suave viento recorría la llanura, silenciosa ante el rojo amanecer. El camino de tierra atravesaba el inmenso espacio de verdes pastos, apenas inmóviles ante el susurro de la brisa matutina. Las aves atravesaban el cielo cada tanto, dejando pequeños tintes de su canto que se dispersaba rápidamente, hundido bajo la pesada quietud. Apenas inconmovible, sólo el rápido galopar de un caballo asustado rompía el solemne cuadro.
El caballo avanzaba agitado por el camino. Atravesó un pequeño puente que cruzaba un arroyo, y se internó en una de las pocas arboledas que salpicaban la Pampa. El jinete apuraba el paso del caballo, azuzándolo cada tanto. No estaba menos asustado que la bestia de carga: su hombro izquierdo sangraba por una herida de bala. La apretaba con fuerza, jadeando de dolor. El disparo lo había sorprendido mientras huía de la posada. Sabía que lo seguían, pero tenía la esperanza de haber perdido a su perseguidor.
Los frondosos árboles se extendían hasta más adelante. El camino de tierra, cercado por unas viejas vallas de madera enmohecida, daba una vuelta por una curva angosta. El caballo se apresuró a recorrer esos últimos metros, cuando un estruendo vibró en la arboleda. La pata delantera del caballo estalló en sangre, y el animal gritó de dolor antes de desplomarse en tierra. El jinete salió impulsado hacia delante, y la tierra lastimó su cara. El nuevo disparo lo había sorprendido. Rápidamente, se levantó y observó a su alrededor. Sentía la mejilla latiendo, caliente. Decenas de pájaros salieron de los oscuros árboles, alarmados por el disparo, gorjeando en diferentes tonalidades. Tras él, el caballo intentaba desesperadamente moverse, relinchando y respirando con fuerza.
La sangre del jinete se heló. Todo su cuerpo estaba en tensión. ¿Dónde estaba su perseguidor? ¿De dónde fue el disparo? Siguió mirando hacia todas direcciones, volteando rápidamente, esperando ver algún pequeño movimiento, un sonido. Algo que le orientara adonde estaba su enemigo.
Y entonces, el crujido de un paso a sus espaldas.
No sintió nada. Sólo supo que un fuerte sonido precedió a la visión de sus entrañas siendo expulsadas hacia adelante. Sus piernas se doblaron, sin fuerza para sostener su cuerpo. Parte de su columna vertebral había desaparecido y en su lugar había un agujero que cruzaba su torso, justo a la altura de la cadera. Todo su peso estaba ahora sobre unas extremidades que ya no sentía. Quedó de cara al cielo, sin escuchar nada más sus latidos. Todo era... confuso.
En ese momento, vio la figura que se acercaba a él.
-¿Quién... quién es usted?- cada palabra que salía de su boca era un esfuerzo que consumía su vida.- Ya... ya no tengo la... carta. No sé dónde está.
La silueta de su asesino (porque ya no importaba su nombre, el jinete ahora sabía que este hombre era quien acabó con su vida), se acercó. Su rostro era más viejo de lo que esperaba: rondaba los cincuenta años, con rasgos duros y una incipiente barba blanca. Un sombrero cubría parte de su rostro, y el resto de su cuerpo se encontraba cubierto por un poncho gris. De este sobresalía el caño de un rifle.
El hombre lo observó fijamente. Y habló:
-Es usted Joaquín Algaráz. Nacido en Buenos Aires, el 13 de mayo de 1830.
-S...sí- respondió el jinete extrañado. Le costaba respirar.- Ya no tengo la carta... la entregué hace dos días.
-No me importa.
Joaquín le miró sorprendido, y se movió lentamente con dolor. La sangre caliente brotaba de la herida.
-¿Qué? ¿Entonces... entonces por qué...?
-Es usted Joaquín Algaráz. Hace 30 años, sirvió dentro del ejército de Buenos Aires. Participó en la defensa de la ciudad. Pero usted sabe que no es la verdad.
El hombre se acercó tanto a Joaquín que pudo ver sus ojos, inexpresivos, pero extrañamente desbordantes de furia. Los sonidos se apagaban lentamente; los bramidos del caballo sonaban lejanos.
-Usted fue un espía. Le dio información a los hombres de Urquiza- el hombre se acercó más, y con un susurro, dijo- Usted es un traidor.
-No... yo... quién...
¿Cómo? Joaquín hizo un último esfuerzo mental. Nadie lo sabía. Nadie. El se había asegurado. Estaba seguro.
-¿Quién es usted?- preguntó.
El hombre extrajo una cinta roja de su ropa, y la colocó sobre los ojos de Joaquín. Era extrañamente familiar, pero ya el mundo se alejaba de él rápidamente.
Las siguientes palabras fueron las últimas que escuchó.
-Soy el vengador. Muerte a los salvages unitarios.
Joaquín Algaraz murió el 3 de febrero de 1874. Su cuerpo fue encontrado un día después, al lado del cadáver de su caballo, con una diviza punzó en la cara.
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