Cansado. Esa era la palabra que mejor definía mi estado de ánimo en ese momento. Ese día no esperaba nada más que relajarme un poco, pero ya en las primeras horas del día me di cuenta de que iba a ser imposible. Las tareas atrasadas se acumulaban, sin que yo pudiera hacer demasiado.
En realidad, se acumulaban porque yo no hacía demasiado. Pero nadie tenía que enterarse de eso.
Una sensación de somnolencia se apoderaba de mis ojos, pero creía tenerlo dominado. Estaba en ese momento en el que me debatía sobre si irme a dormir o no, cuando de pronto, el primer acorde sonó.
Me sorprendí un poco, tengo que decirlo. Al principio, era como un órgano suave, un sonido que se expandía por todo el espacio de mi cuarto, inundando mis oídos. No sabía de dónde venía ni adonde iba. Pero iba creciendo, aumentando mi expectativa.
De pronto, nuevas texturas se acoplaron al órgano inicial. Era un ritmo constante que explotó en luz.
Lo escuchaba. Era grandioso. Quise correr y esconderme, derribar las murallas que me encerraban. Tocar el fuego entre mis manos. Correr por calles sin nombre hasta perderme en mí mismo.
Todo mi mundo se vio abordado, quebrado. Y entendí que, esa noche, un nuevo rincón de alegría e introspección se había sumado a mi vida. Un momento que buscaría repetir una y otra vez. La canción que me acompañaría y definiría por siempre.
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