sábado, 31 de octubre de 2020

9 de julio del 2016 [Fragmento de diario personal]

Ha pasado tiempo desde la última vez. Hoy, todo es distinto.

Estoy sentado en mi silla, escribiendo sobre el escritorio de mi cuarto. Todo está oscuro, salvo por la luz que entra por una parte de mi ventana. Fuera, los olores y sonidos propios de una tarde de invierno en Buenos Aires llegan difusos hacia mis sentidos.

Todo es normal, salvo por una cosa.

Hoy no es un día cualquiera.

Hace 200 años, un grupo de hombres visionarios, políticos, con sueños y pretensiones, firmaron una declaración que libraría a todo un territorio del yugo español y uniría a hombres de distintas etnias  bajo el amparo de una nueva nación: Argentina. Ese día en Tucumán fue el inicio de algo nuevo.

Hoy, 200 años después, con dos siglos de historia y avances a nuestro favor, creo que puedo afirmar que apenas sí hemos avanzado algo. Tal vez únicamente en tecnología.

La humanidad no ha cambiado. Nosotros no hemos cambiado. Y 200 años después de esa histórica emancipación, un joven escribe en su diario, ajeno al mundo exterior.

¿Y en 20 años, cuánto cambié yo?

Mi corazón late con un nuevo aire. Los dolores del pasado son sólo tinta en viejas páginas. Un nuevo sol brilla con toda su calidez. Estoy en una nueva etapa, al igual que esos hombres en Tucumán, hace tanto tiempo.

En nada, saldré a ver a mi novia. Caminaremos y hablaremos. Y el día de hoy pasará. 200 años pasarán. Y algún joven volverá a escribir sobre esto. Porque, ¿qué es el tiempo, más que un irónico círculo?



viernes, 23 de octubre de 2020

Ciclos

Percepción e intensidad. 
El otro por sobre el rasgo más imperceptible. 
Llega el cielo tras mí. 
Rompe las barreras, quiebra el hueso de la soledad. 
Trata sobre el río que llega al mar. 
Como un viaje que nunca va a terminar. 
Caminos, paisaje interestelar. 
Grises que no quiero abandonar. 
Preguntaste dónde está el fin. 
Tras el horizonte carmesí, los polos se encontrarán. 
¿Quién soy yo para juzgar a otro?  

Movimiento e impulso. 
El hombre es la medida de los recuerdos. 
Caemos por un agujero, pero nunca nos importó. 
Somos hijos del vértigo devastador.
Quisimos y perdimos.
Vemos por un prisma que nos guía.
Ojos que deambulan por calles vacías.

Tacto y agresión.
Palabras que lastiman como cuchillos.
Crisis que impiden respirar.
Un encierro, es eterno.
¿Hasta cuándo durará?
Dos sombras corren por la noche.
Pronto los consumirá.

Descanso y energía potencial.
Quisimos ver más allá de lo terrenal.
Es la impotencia de querer ser otro.
Huesos rotos que esperan.
Un corazón que sabe que pronto comenzará a latir.
El ciclo comienza con una mirada.
Percepción e intensidad.





jueves, 8 de octubre de 2020

El bar

Todavía creía que era temprano cuando, sin quererlo, miré de reojo el reloj. Las agujas marcaban las dos y media de la mañana, aunque bien podrían haber sido las diez de la noche. El bar estaba tranquilo, con algunas personas distantes metidas en sus asuntos, ajenas entre sí. La luz, tenue, daba un aspecto confortable. La suave pieza de jazz le añadía una cuota de melancolía al ambiente, mientras que fuera la lluvia caía. El murmullo de las conversaciones en voz baja terminaban de decorar el paisaje auditivo del bar de la esquina Roca, y yo me acomodaba en mi asiento, con mi bebida en la mano, dispuesto a disfrutar de él. Llevaba ahí unas tres horas, tal vez, y había ido solo, como siempre. O casi siempre.

Fuera, la ciudad se encontraba en silencio. La luces de la calle se refractaban en el agua de lluvia, generando un efecto hipnótico. Le di un trago a mi bebida, y me dispuse a observar. El piano y el saxo bailaban en una melodía que invitaba al recuerdo. O tal vez, a relajarse y sentir el momento. Creo que eso depende de cada uno, ¿no? En mi caso, no quería recordar. Así que me dispuse a observar. Ya eran las tres de la mañana, y éramos menos personas en el bar. Cada tanto, algún auto pasaba por la calle, salpicando la vereda. Una pareja hablaba con sus miradas, sentadas en los sillones del fondo. Más cerca mío, un anciano con lentes oscuros leía un libro cuya tapa no alcanzaba a ver; creo que era un libro de Cortázar, pero no lo puedo asegurar. A su izquierda, frente a la ventana, una mujer de unos cincuenta años, vestida con ropa elegante, fumaba con la mirada perdida, mirando ocasionalmente la lluvia antes de volver a sumergirse en sus pensamientos. No había nadie más en el bar, excepto el cantinero, un hombre grande y pelado que se dedicaba a lavar y secar los vasos, y la banda que tocaba sin detenerse, ubicada sobre un escenario pequeño. Los músicos no hablaban entre sí, sino que cada uno se encontraba absorto, tocando sus instrumentos. No había palabras que mediaran, que comunicaran cuál sería la siguiente pieza musical. Simplemente el pianista comenzaba a tocar, y los otros lo seguían. Pasé parte de mi velada contemplando esa silenciosa coordinación. El pianista, un hombre de tez morena, sonreía mientras su cuerpo se balanceaba, como si interpretara la música que sonaba. Los demás, simplemente, tocaban la canción, sin mirar a nadie más, como si ni siquiera se percataran de que tocaban con otros. Pero la música resultante era simbiótica, como si al sacarle aunque fuera uno de los instrumentos, todo el equilibrio pudiera desaparecer.

Me di cuenta de que me había perdido en lo embriagador del bar nuevamente cuando vi el reloj. Eran las tres y cuarenta de la mañana. Mi bebida continuaba entre mis manos, tan llena como cuando la pedí. La miraba fijamente, inquieto por la manera en la que el pasado volvía a mi mente una y otra vez. Observé a mi alrededor, buscando escapar de esas ideas. La luz seguía siendo tenue, y los músicos tocaban, tan absortos como hacía horas. Al fondo, la pareja se miraba. La mujer continuaba fumando, con la mirada perdida, y el viejo leía el libro, aunque parecía que no había avanzado demasiado. El cantinero lavaba los vasos, concentrado en su tarea. Parecía que el tiempo se había congelado en el bar. La oscuridad de la ciudad, fría por la lluvia, hacía que el lugar pareciera un remanso aislado del mundo. La calidez se fundía con las notas del piano y las seductoras sugerencias del saxo. El tiempo pasaba, lo sabía por el reloj, pero bien podría haber pasado toda mi vida allí, solo y pensando, acompañado por ese grupo de personajes de quienes nada sabía, pero con quienes compartía, sin quererlo, un espacio de mi vida. Por un momento, me pregunté quiénes eran, qué los había llevado ahí. 

Las incógnitas escarbaron mi mente, cuando la imagen de ella volvió. El solo recordarla fue como una puñalada en el corazón. Apreté mi bebida con fuerza. ¿Cuánto más podría recordarla? Tal vez para siempre. Tal vez su sombra nunca se iría. Los silencios, las miradas. El momento en que, cobardemente, decidí partir. No, no podía vivir sin superar mis propias decisiones. Mis decisiones. El considerar que yo mismo había sido el causante del dolor era insoportable. Los días que habían pasado desde ese momento me habían encontrado solitario y errante. Fue entonces cuando comencé a venir al bar. Cada noche, pasaba mi tiempo aquí, observando por la ventana. Era aquí donde, por un tiempo, me encontraba conmigo mismo, donde conseguía evadirme. Donde compartía mi tiempo con estas personas que, como yo, parecían no querer escapar de la intemporalidad del ambiente. Sostuve con fuerza mi vaso, y por un tiempo que parecieron cien años, me mantuve inquieto, observándolo, perdiéndome en el líquido incoloro que reposaba inmóvil. ¿Sería capaz de huir de ese pensamiento? ¿Podría escapar de la culpa, del dolor?

¿O existía acaso una posibilidad de volver?

Eran las seis de la mañana cuando tomé el trago. La banda continuaba tocando, y las personas a mi alrededor continuaban tal y como hacía horas, inmersos en sus mundos internos. Tomé mi abrigo, y sin mirar atrás dejé el bar, única luz en una ciudad oscura y lluviosa, decidido a encontrarla. Y nunca más regresé a él.




Música recomendada para leer el cuento:

domingo, 4 de octubre de 2020

La Navidad de Juanito Laguna (cuento + making of)

El sol caía ya sobre los basurales que rodeaban la villa, cuando Juanito Laguna emprendió el viaje de vuelta a su casa. Caminaba tan rápido como le permitían sus piernas, alentado por la emoción que le producía el solo pensar en lo especial que iba a ser esa noche, la cual, como cualquier niño, esperaba con ansias durante todo el año. 

Mientras recorría rápidamente los conocidos montones de basura, aquellos en los cuales había jugado toda su vida, comenzó a distinguir cada vez más cerca la villa en la que estaba su hogar. Se detuvo un segundo, y observó por enésima vez ese paisaje que tanto conocía: la villa, con sus casas humildes, a veces demasiado, se extendía frente a él. Dentro, cientos de personas vivían amontonadas, luchando por subsistir en una ciudad donde no se les daba ni la atención ni las oportunidades que tanto anhelaban y necesitaban. Y por detrás, se alzaban los grandes edificios. Juanito jamás había estado dentro de uno de ellos,  en donde se contaba que había muchas comodidades, propias de las que tenía la “gente con suerte”, como les decía él.   

Al internarse en el lugar, saludó rápidamente a aquellos conocidos  a los que se cruzaba, y se dirigió directamente hacia su casa. Cuando llegó, ya era de noche, y la luna era bien visible en el cielo. Junto a ellas, se distinguían algunas estrellas, las pocas que todavía no habían sido consumidas por la luz de la ciudad.   

La pequeña habitación donde se reunió la familia era para el niño lo más confortable que había en el mundo. Con su piso de tierra y sus paredes de chapa, causaba en Juanito esa sensación de calidez que solo proporciona un hogar. Hacía calor, por lo que la puerta se encontraba abierta, al igual que las ventanas. Y la tenue luz de la lámpara de querosén ubicada en el centro del lugar brindaba una extraña sensación, mezcla de  melancolía y clima de fiesta. En el medio del carenciado cuarto se encontraba una vieja mesa, de esas que uno no sabe cuando llegó, solo que siempre estuvo ahí, y su pobre estado daba la sensación de que en verdad era cierto. Solo una de sus patas era la original; el resto habían sido añadidas con el tiempo. A su alrededor, se reunía la familia, dispuesta a comer la cena preparada para esa noche: un pan dulce, y para beber, una Coca Cola para los niños, y una sidra para los grandes. Juanito se encontraba profundamente complacido. Aquella cena era sin duda la más deliciosa de todo el año. Tratando de saborear cada bocado, comenzó a mirar, cada vez más atentamente, el reloj, esperando que las agujas marcaran las doce en punto. 

Poco a poco, la hora tan esperada llego, y el reloj dio las doce. La familia brindó con sus pequeños vasitos, y los niños recibieron, cada uno, su regalo. Y una vez recibido, salieron corriendo afuera a jugar. Y mientras, los fuegos artificiales iluminaron el cielo, creando formas y colores que deslumbraron los ojos de los hermanos. 

Juanito pasó una noche que sería recordada toda su vida. Como todos aquellos momentos felices de su vida que contrastaban con su miseria de todos los días. 

"La Navidad de Juanito Laguna". Óleo sobre arpillera, obra de Antonio Berni. 1961.



Sobre el cuento (o un intento de making of).

El cuento que acaban de leer fue escrito hace ya siete años, cuando en mi último año del secundario se nos pidió que elaboremos un cuento basado en una obra de arte. De las obras disponibles, llamó mi atención el cuadro de Antonio Berni, "La Navidad de Juanito Laguna", que pueden ver más arriba. No recuerdo qué fue lo que me impactó de esa composición, pero sé que, con entusiasmo, procuré redactar el cuento. Me inspiré en el cuadro en sí, pero traté de pensar cuál sería la historia tras la imagen. ¿Qué significaba esa Navidad para Juanito? Con esa idea en mente, fui lentamente construyendo el relato. Fue un proceso tortuoso. Lo escribí y reescribí varias veces, con la presión de que en sólo una semana tendría que leerlo frente a mis compañeros. El sufrimiento del perfeccionista, se podría decir. Noche tras noche, dedicaba al menos una hora a pensar el cuento. A retocarlo. A ver cómo podía ser mejor. 

Hoy pienso que el resultado no era malo. Quiero decir, este era tal vez el cuarto cuento que escribía en toda mi vida, producto más del esfuerzo que de la habilidad. ¿Pero quién podría convencerme de eso? En esos años, la mera idea de pasar al frente del curso me provocaba pavor. Imagínense sí, además, tenía que hacerlo con un cuento propio en mano. Las inseguridades de la adolescencia, supongo.

Igualmente, con el tiempo el cuento tomó forma. No era una gran producción, pero me sentía orgulloso del resultado. Si bien la exposición fue un desastre (los nervios me jugaron un mal momento, principalmente por perder la fe en mi propio trabajo enfrente de todos y presentarlo como algo simple), hoy lo guardo con cierto cariño. Si bien al releerlo no dejo de sentir esa sensación del momento que ya describí, y con el paso de los años algunas personas opinaron (no sin razón) que al final le faltaba impacto, hoy me propuse a compartirlo. Tal vez porque quiero legitimar una partecita de mi pasado, o tal vez porque no pude escribir el cuento que pensaba subir hoy. Puede que sea una mezcla de ambas cosas. Sin embargo, quisiera dejar un par de ideas:
  1. No tenemos que avergonzarnos de nuestras producciones. Lo que escribimos no deja de ser un retazo de nosotros mismos. Y eso hay que valorarlo, independientemente del resultado de nuestra obra.
  2. Siempre se puede mejorar, pero no por eso debemos criticar de más nuestras obras. Todo podría ser mejor, pero la grandeza se llega a través de un camino. ¿Importa si algo que hicimos no sale como esperábamos? ¡No! Es un aprendizaje, un paso más hacia mayores habilidades.
Tal vez sea por eso que hoy subo este cuento. Al igual que buena parte de las obras viejas que subí, "La Navidad de Juanito Laguna" es una parte de ese yo adolescente que, aunque temeroso, quiso contar una historia. 

No es algo que pretenda olvidar jamás.

sábado, 3 de octubre de 2020

Esperanza ante la muerte

Entre ojos inyectados en sangre, un cuerpo marchito clama.
El silencio lo recubre, y sus manos se entrelazan en una última señal de paz.
Bajo la penumbra de la vida un último suspiro se funde con el aire.
¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo el olvido de la muerte perforará la carne?
 
Los recuerdos se borran y el hombre descansa.
Sus luchas, amores y fatigas, cada historia sin contar
Ya no son más que un eco perdido, una canción que nunca se cantará.
 
En su último lecho el hombre ha de esperar
Esa mañana gloriosa, cuando con júbilo despertará.
Y en eterna juventud junto a Él morará.
¡Descansa ya, buen hombre! ¡Pronto el día llegará!


En recuerdo de los que se fueron, pero esperamos volver a ver.


viernes, 2 de octubre de 2020

Vida de una gota de lluvia

El nacimiento de la gota, pequeña e imperceptible, fue precedida por un trueno que sacudió el monte.

La gota nada sabía de su existencia previa, antes de condensarse y tomar forma, pero eso poco importaba. Ella no tenía control de su nacimiento, ni de su muerte. Tampoco podría decidir el trayecto de su caída, ni qué le ocurriría una vez hubiera impactado en el algún lugar del monte chaqueño. Una gota no tiene voz en su existencia: nadie le pregunta qué quiere hacer, es sólo una pequeña parte en un fenómeno más grande. Apenas existe por unos segundos, y no destaca entre sus miles de hermanas. Pero es única, irrepetible en espacio y el tiempo. Y esta gota, pequeña como era, adquirió peso y se desprendió de la nube que había sido su cuna, su casa y todo lo que había conocido. 

Y cayó.

La caída fue rápida, si lo vemos con ojos humanos, pero para una gota la caída lo es todo. Es un día, una semana y cien años. Es la juventud y la vejez, la realización y consumación. La caída, para esta gota, duró mucho tiempo. Cada centímetro avanzado en dirección a la tierra abría nuevos panoramas en su visión del mundo. Formas que nunca había visto ni volvería a ver se formaron ante ella, formas vivas e inertes, que conforman todo cuanto es natural del mundo. La gota, impulsada por fuerzas que no podía controlar, observó todo cuanto pudo. Este era su momento, su eternidad. 

Antes de lo que hubiera querido, la tierra se fue haciendo cada vez más cercana, como si reclamara algo que por derecho le perteneciera. La gota cayó con fuerza, dejada a la inevitabilidad de lo que iba a ocurrir. Pero una rama se interpuso entre ella y su destino. La sorpresa la embargó: no era algo que esperara. Apenas tardó unos segundos en comprender que todavía existía. Sus hermanas caían a su alrededor, directamente al suelo. Pero ella no: continuaba en las ramas, deslizándose, sintiendo la rugosidad de la madera y la suavidad de las hojas. Estaba viva, podía existir, al menos un tiempo más. Se le había dado una posibilidad que muchas de sus hermanas no tenían, y la gota lo aprovechó. Avanzó con lentitud, sin control de su movimiento, pero con una expectativa que avanzaba a cada segundo. Y así llego al borde de la rama, colgando de la hoja más lejana. Vio el mundo, sus abundantes bosques, y al cielo despejándose tras el monte, los rayos de sol recortados entre los árboles. El instante fue todo para la gota. Y eso le bastó. 

La gota se desprendió del árbol. Lo último que sintió fue que se mezclaba con sus hermanas en un charco, antes de que la tierra la absorbiera.



jueves, 1 de octubre de 2020

La sombra

La percepción de que el momento de su muerte estaba cerca hizo que el hombre, sentado en el interior de su auto, rodeado por una espesa lluvia de verano, se aferrara al volante con la misma fuerza que se aferraba a la vida. No estaba herido todavía, pero sabía que lo que fuera que pasara, estaba próximo a ocurrir. Lo había visto. Toda su vida lo había temido. Y ahora, perdido en una ruta del interior, sin más que su propia respiración perdiéndose en el ruido de las pesadas gotas que impactaban contra la ventana del auto, era consciente de la misma inevitabilidad de los acontecimiento. Se preguntaba cómo, cómo había sido capaz de permitir que ocurriera, cómo no pudo evitarlo. Pero ya era tarde para preguntas. El cuero del asiento lo absorbía, como si supiera que era la última vez que su dueño se iba a sentar sobre él. Su corazón latía como si quisiera escapar de su cuerpo y no ser testigo de una muerte prematura. El aire espeso de la mañana se condensaba con cada exhalación cargada del único sentimiento que el ser humano no puede evitar sentir en algún momento de su triste y solitaria existencia: miedo. Miedo a la muerte, miedo a mirar a los ojos a su asesino y sentir como cada intento por permanecer vivo era una esfuerzo inútil por prolongar una vida que acababa de ser condenada al olvido, a volver a ser parte del polvo de la tierra. No, no podía ser, se decía. Se lo repetía a sí mismo con tanta vehemencia que parecía que sus pensamientos ya no tenían forma ni surgían de él, sino que parecían voces de almas perdidas que le advertían de la urgencia del momento. Voces que sabían lo mismo que él, que su hora había llegado.

El miedo ahora cedía al terror, y el hombre vislumbró, a lo lejos, la sombra maldita que había visto tantas veces en sueños. Esa sombra con forma humana que nunca se dejaba ver, pero que siempre estaba ahí. Que siempre estaba presente, en sus paisajes oníricos de la infancia, en los momentos de paz que la mente crea cuando el cuerpo descansa por las noches. Lo acompañó toda su vida, como una amenaza latente de un momento futuro que algún día iba a ser presente. Y ahora se acercaba, casi invisible entre la lluvia, escurridiza como el agua que corría entre las ruedas del auto. Pero estaba ahí. Cercana, silenciosa. Era la sombra, el miedo que se oculta en la mente de todos los seres humanos. Y al verla de cerca, el hombre gritó. Era un grito de rabia, de pánico y de impotencia. La sombra, hija de todos los males, ahora estaba frente a él, erguida e inmóvil. Los segundos parecían eternos, y el hombre trató de huir. Pero su cuerpo ya no le respondía. Supo entonces que este era el momento. Y gritó, gritó como nunca había pensado que podría hacerlo, e incluso más, mientras sentía como la sombra lo envolvía, quitando la vida de su cuerpo.

El grito hizo eco en la habitación, y el hombre despertó. Se aferraba a las sábanas, transpirado y aturdido. Sentía aún el frío mortal cuando fue consciente de que no estaba en un auto, sólo y perdido. Estaba en su cuarto, sentado en su cama, protegido de la lluvia que golpeaba con fuerza sus ventanas en esa noche. El alivio fue instantáneo, y su cuerpo se relajó. Todo estaba bien, se repitió varias veces. Se recostó, envuelto en sus sábanas, y apoyó su cabeza sobre la almohada. Sus ojos, seducidos nuevamente por el sueño, se cerraron unos minutos después. Y el hombre descansó, inmerso en sueños que nunca recordaría. Por esa noche no supo más nada, ni sitió la mirada que, desde las sombras, no dejaría de vigilarlo toda su vida.